En Dourdan, la gente revienta
como ratas. Eso es al menos lo que sostiene Didier, un secretario a mi
servicio. Por soñar un poco, me había comprado los horarios de la línea C de
cercanías. Me imaginaba una casa, un bull-terrier y petunias. Pero el cuadro
que él me pintó de la vida en Dourdan era todo menos idílico: por la noche se
vuelve a las ocho, no hay ni una tienda abierta; nadie viene jamás a hacerte
una visita; los fines de semana, te arrastras estúpidamente entre el congelador
y el garaje. Así pues, un verdadero alegato anti-Dourdan que él resume con esta
fórmula sin matices: “En Dourdan, reventarás como una rata.”
Sin embargo, le he hablado de
Dourdan a Sylvie, aunque con palabras veladas y en un tono irónico. Esta chica,
decía para mí aquella tarde mientras iba y venía, cigarrillo en mano, entre la
máquina de café y la de refrescos, es sin lugar a dudas del tipo de las que
desean vivir en Dourdan; si hay alguna chica que conozca que puede tener ganas
de vivir en Dourdan, es ella; tiene toda la pinta de ser una pro dourdanesa.
Naturalmente, esto no es más que
el esbozo de un primer movimiento, de un tropismo lento que me lleva hacia
Dourdan y que tardará tal vez años en llegar a término, o que hasta puede que
no llegue a nada, que sea contrarrestado y aniquilado por el flujo de las
cosas, por el atropello permanente de las circunstancias. Puede suponerse sin
gran riesgo de error que no llegaré jamás a Dourdan; no hay duda incluso de que
estaría destrozado sin haber pasado por Brétigny. De todos modos, cada hombre
tiene necesidad de un proyecto, un horizonte y un anclaje. Simplemente,
simplemente para sobrevivir.
Michel Houellebecq