martes, 23 de agosto de 2011

Mío Cid

Mío.
Muy.
Adentro.
Mio Cid.
Mio.
Sed.
Mio sed.
Mio Cardio.
Mío cándido.
Candado.
Mio.
Mi.
O…

jueves, 11 de agosto de 2011

Querido lector

La vi desde la calle. Estaba sentada en un bar. El pelo descuidadamente recogido en una cola de caballo. Un mechón le cruzaba la cara. No me impedía, sin embargo, verle la expresión concentrada. Escribía algo mientras comía un tostado. Era observada por varias personas sentadas en otras mesas, y lo sabía; ese pequeño ademán de acomodarse el pelo detrás de la oreja, y el vaivén de su aro.
Afuera había sol, pero hacía mucho frío. Quise, entonces, engrosar el número de parroquianos que la observaban. Y entré. Me senté en diagonal, no muy lejos, de cara a su mesa. Ella no registró el abrir de la puerta. Escribía despacio; de lejos, su trazo parecían ondas. Yo ya estaba fascinado, pero me dominaba bastante.
Vi que los demás se aburrieron del espectáculo de la mujer escritora, volvieron a su café, o pagaron y se marcharon. Decidí acercarme.
Permanecí de pie en el flanco de la mesa y esperé un momento que terminara de escribir. Pero hice sombra con mi cuerpo sobre su cuaderno cuadriculado, y levantó la vista.
- Ya ordené – me dijo. Creyó que era el mozo.
Me sonreí.
- No, disculpe, me confunde. Acabo de entrar. ¿Puedo? – le pregunté, haciendo el ademán de sentarme en una silla frente a ella.
- Como quiera. Pero vea que estoy trabajando.
- No la voy a interrumpir.
Me senté. Ella escribió un poco más. La observaba, después comencé a mirar hacia la calle.
Suspiró. Y abandonó la lapicera.
- Bueno, ya me interrumpió, no creo que vuelva a concentrarme – dijo mirándome. No sé si era un reproche.
- No es un reproche – me consoló – si quisiera soledad, me quedaría en mi casa.
Llamé al mozo, le pedí un café para mí; ella pidió un helado.
- ¿Qué escribías? – le pregunté desvergonzadamente.
- ¿Te interesa?
- Sí.
Se rió. Tenía la risa grave, como si estuviera viniendo del pasado, y a través de un cable engomado. Tomó un bolso que tenía sobre la silla, a su lado. La abrió y sacó de él uno, dos, tres, siete ejemplares. Todos iguales. Tomó uno con las dos manos, mostrándome la portada: un nombre de mujer y debajo, un título.
- ¿Quiere que se lo dedique? – no esperó mi respuesta - Dígame su nombre.
Se lo dije.
- No saqué muchos ejemplares. Pero sacando los que compraron familiares y
amigos, no vendí ni uno. Los compré todos yo y los llevo siempre en el auto. Tome – me dijo, alcanzándome el libro.
- Gracias, muy amable.
- Es una tarjeta de presentación que casi me funde…
- Pero está escribiendo otro libro…
- Sí, soy obstinada, no aprendo de mis errores. Sigo escribiendo incluso sobre el
mismo tema que antes no funcionó.
- Como todos los escritores.
- Y también tengo un gato que duerme sobre mis libros.
Nos quedamos callados. Comencé a abrir el libro. Aún no había leído la dedicatoria.
- No – me frenó – léala después, en su casa.
Cerré el libro y lo dejé a un lado, sobre la mesa. Miramos al unísono hacia fuera. Ella empezó a guardar sus cosas.
- Y si me gusta el libro, ¿no podré recomendar a nadie que lo compre? – le
pregunté, queriendo extender la charla y evitar que se fuera tan pronto.
- No creo que le guste – dijo terminante.
No objeté nada.
- Al menos podría hacerle una crítica, ¿tiene alguna dirección de correo electrónico?
- ¿Ah, crítico…? – deslizó aquella palabra con cierta irritación.
- No, sólo me interesé por usted, por su escritura.
- ¿Por mí o por mi escritura? – me preguntó, mientras anotaba su correo electrónico en una servilleta. – Igual, es más fácil que me vuelva a encontrar acá mismo, sentada. No suelo usar la pc.
Tomé la servilleta. La guardé en mi billetera. No sabía como responder a la disyuntiva que me planteó.
- No suelo venir por esta zona. No creo que vuelva a este bar.
- Qué lástima, yo nunca voy a otro bar, no salgo de esta zona. Pero si lo que le interesa es mi escritura, eso no tiene importancia.
Me quedé mirándola.
El mozo trajo su helado en una copita muy graciosa, tenía dos obleas incrustadas. Sacó una y me la ofreció:
- Para acompañar su café – dijo.
Lo acepté. Ella tomó la otra oblea y comenzó a usarla como cucharita.
Tomé mi café bastante más rápido que lo que ella tomaba su helado.
Me moría de ganas de… leerla. No podía seguir allí, hablándole, sin antes hojear el libro que me había regalado. Pensé en ir al baño. Me pareció una treta burda, un sacrilegio.
- Bueno, me voy – dijo, súbitamente.
- ¿Se va?
- Sí, ¿no escuchó? Así puede comenzar a leer mi libro.
De alguna forma, eso era lo que estaba esperando, pero… no quería que ella se fuera.
Sin embargo, tomó su bolso y se marchó.
La vi cruzar la calle. La miré hasta que se perdió. Yo me quedé allí, mirando distraídamente la mesa. El plato donde estaba su tostado, lleno de miguitas, la copita de helado sin terminar, ya medio derretido, un vaso de agua, la tacita de mi café con esa espumita pegada a la loza… y ¿mi libro? O sea ¿su libro?
No estaba. Se lo había llevado.
Me fui sin pagar. Dejé la servilleta con su nombre y su correo sobre el plato con miguitas.

martes, 9 de agosto de 2011

Pepeto en el cajón

La vida debería ser siempre así de simple. Una tarde cálida, aun sin sol, la cercanía de la infancia al alcance de la mano, aroma a chocolate, las puertas abiertas, el aire yendo y viniendo por la casa. Todo está tan quieto y tan precario. Parece que la tarde no fuera, o fuera eterna. No hay dentro de un rato, ni mañana.
A veces entramos en estas raras dimensiones de la vida, sin saber cómo, de improviso. Traicionando lo que somos día a día, lo que el tiempo hizo de nosotros.
Y sólo esperamos que sean las cuatro de la tarde para ver a Los pitufos.

sábado, 6 de agosto de 2011

Nesquik

Me equivoqué. ¡Me equivoqué! Tenía que soltar todo mi despecho así como salía. No tenía que exteriorizarlo en patadas, agarradas de pelos, sopapos a la gente y revoleo de objetos. ¡No! Tenía que contar cómo apenas llegabas al segundo polvo, cómo te importaba más comerte un jorgito de chocolate que acostarte conmigo, que te daba asco comérmela a besos y me lo demostrabas. No tenías el pito chico, bueno, tampoco muy grande, pero la movías como si fueras un portero regando la vereda y barriendo los soretes de perritos departamenteros.
¿Tenía que decir que siempre pensé que eras homosexual? ¿Qué si no me ponía tal o cual cosa no podías excitarte conmigo? Que sólo hablabas de cine, planos y tus guiones pedorros. Sí, fingía. Fingía el placer, fingía que me gustaba lo que escribías, fingía que creía que llegarías a algo, fingía que te creía un hombre y sobre todo, fingía que era feliz. Lo único cierto de tu vida, era esa madre loca, atorranta y vividora que dios te dio. Mi error fue querer salvarte, y haberte preparado un Nesquik.

viernes, 5 de agosto de 2011

Qué no ves

¿Qué no ves? Estoy buscando desesperadamente amor.
No sé darlo de otra manera que no sea a través de mis manos, como si fuera algo que necesitara untarte y como si necesitara que me traspases tu piel, que me transfieras tus entrañas.
¿Qué no ves? Que te busco, que te encuentro, que dibujo lugares para mí y para vos, que corro los muebles para que ubiques tu silla al lado mío, que prendo la radio para que pase alguna canción que podamos cantar juntos.
¿Qué no ves? Que no ves que imploro, que sueño, que corro y recorro las rutas, las calles, las veredas y estaciones.
Todo el tiempo siento que espero, que espero. Un tren. Un auto azul. Un hombre caminando hacia mí.

miércoles, 3 de agosto de 2011

Sonatine o qué hacen los gansters japoneses en su tiempo libre

1. Estatismo. Cámaras fijas. Diálogos como puñaladas. Tiros y puñaladas cortos, certeros. Violencia súbita y eficiente.


2. Un pinchazo de humor. Un diálogo corto y que nos hace esbozar una sonrisa. De a poco el director nos va dibujando un tapiz distinto, hay pequeñas torsiones en un mismo y fijo plano que mira a otra cosa. De repente aparecemos en otro lugar, en otro clima, en otra sintonía.


3. Desde el comienzo la banda sonora parecía no concordar, una melodía sutil y tintineante cayendo sobre el rostro duro de varios japoneses de traje y piedra.


4. ¿Olvidó cargar gasolina al auto azul?

lunes, 1 de agosto de 2011

No quedó ni el pompón

¿Les conté que me comí a mi propio conejito?
Se llamaba Rabito.
Un día mi tía decidió que era hora de comerlo. Se lo llevó, lo despellejó y lo asó a la parrilla.
“acá está tu conejito”, me dijeron, poniéndome frente a la cara un tenedor con un pedazo de carne blanca en la punta. No me acuerdo si lloré cuando lo tragué. Pero fue el único pedazo de Mr. Bunny que probé - Perdón! ¿Dije Mr. Bunny? No, no. Ese fue otro conejito que comí después. Ja! Y creía que no me había gustado la carne de conejo!.