martes, 18 de febrero de 2014

París-Dourdan

En Dourdan, la gente revienta como ratas. Eso es al menos lo que sostiene Didier, un secretario a mi servicio. Por soñar un poco, me había comprado los horarios de la línea C de cercanías. Me imaginaba una casa, un bull-terrier y petunias. Pero el cuadro que él me pintó de la vida en Dourdan era todo menos idílico: por la noche se vuelve a las ocho, no hay ni una tienda abierta; nadie viene jamás a hacerte una visita; los fines de semana, te arrastras estúpidamente entre el congelador y el garaje. Así pues, un verdadero alegato anti-Dourdan que él resume con esta fórmula sin matices: “En Dourdan, reventarás como una rata.”

Sin embargo, le he hablado de Dourdan a Sylvie, aunque con palabras veladas y en un tono irónico. Esta chica, decía para mí aquella tarde mientras iba y venía, cigarrillo en mano, entre la máquina de café y la de refrescos, es sin lugar a dudas del tipo de las que desean vivir en Dourdan; si hay alguna chica que conozca que puede tener ganas de vivir en Dourdan, es ella; tiene toda la pinta de ser una pro dourdanesa.

Naturalmente, esto no es más que el esbozo de un primer movimiento, de un tropismo lento que me lleva hacia Dourdan y que tardará tal vez años en llegar a término, o que hasta puede que no llegue a nada, que sea contrarrestado y aniquilado por el flujo de las cosas, por el atropello permanente de las circunstancias. Puede suponerse sin gran riesgo de error que no llegaré jamás a Dourdan; no hay duda incluso de que estaría destrozado sin haber pasado por Brétigny. De todos modos, cada hombre tiene necesidad de un proyecto, un horizonte y un anclaje. Simplemente, simplemente para sobrevivir.

Michel Houellebecq

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