Cuando era
chica imaginaba lo lindo que sería ser invisible. Entrar en el baño de los
hombres, por ejemplo, escucharlos hablar. Entrar a la casa del chico que me
gustaba, a su habitación, verlo dormir. Salir a caminar en plena noche,
recorrer los barrios del fondo -desolados, precarios-, atravesar el campo,
caminar, caminar mucho y volver de madrugada a casa.
Pensaba que
la invisibilidad era un privilegio de los dioses, algo que daba ubicuidad,
seguridad, que permitía conocer a los demás y quererlos, por saber sus
pequeñeces, lo que se dicen a sí mismos cuando están solos.
Con el
tiempo me di cuenta que era posible salir a caminar, sola, largamente sola, por
cualquier lado, llevando mi pequeña humanidad por la sombra. Que escuchar las
palabras que la gente se dice a sí mismo no ayuda a quererlas. Todos rumian sus
miserias en soledad, todos barruntan sus rabias.
No era
difícil mirar el mundo sin que me viera, porque el mundo nunca me miró – y si
lo hizo fue para señalarme mis carencias y faltas.
No es imposible
ser invisible, es más bien triste.