viernes, 15 de junio de 2012

No es imposible ser invisible


Cuando era chica imaginaba lo lindo que sería ser invisible. Entrar en el baño de los hombres, por ejemplo, escucharlos hablar. Entrar a la casa del chico que me gustaba, a su habitación, verlo dormir. Salir a caminar en plena noche, recorrer los barrios del fondo -desolados, precarios-, atravesar el campo, caminar, caminar mucho y volver de madrugada a casa.
Pensaba que la invisibilidad era un privilegio de los dioses, algo que daba ubicuidad, seguridad, que permitía conocer a los demás y quererlos, por saber sus pequeñeces, lo que se dicen a sí mismos cuando están solos.

Con el tiempo me di cuenta que era posible salir a caminar, sola, largamente sola, por cualquier lado, llevando mi pequeña humanidad por la sombra. Que escuchar las palabras que la gente se dice a sí mismo no ayuda a quererlas. Todos rumian sus miserias en soledad, todos barruntan sus rabias.
No era difícil mirar el mundo sin que me viera, porque el mundo nunca me miró – y si lo hizo fue para señalarme mis carencias y faltas.

No es imposible ser invisible, es más bien triste.

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