La idea
empezó a florecer de a poco. Muchos “oh, ¿de enserio? ¿nunca?”, “no te puedo
creer, y eso que fuiste a Puan”, la fueron regando y haciendo crecer.
Primero
fue un rechazo, por miedo, por no querer hacer el ridículo –justo hoy, justo
acá. Hasta el día en que la idea no tuvo más fin que llevarse a cabo.
Después
de los generosos fideos a la boloñesa, después del vino, el cuartito iniciador,
el círculo de la paz y la amistad.
Despacio,
la vi hacer lo suyo. Me emocionaba que hablaran con tanto amor de su planta, la
hermana emocionada diciendo “yo te la regué mientras no estabas”, la bronca de
que se llevaran unos plantines apenas con hojas. Mientras, miraba de reojo cómo
iba tomando forma mi primer porrito.
Por fin
lo prendieron y empezó a circular, dos pitadas, exclamaciones. Faltaba poco,
iba llegando a mí: la inexperta, la persona para la cual ese día, esa
habitación, tenía un significado iniciático, era un punto ya en la memoria, un
recuerdo en gestación.
Lo
tomé. Su cuerpo blando y cálido. Un beso. Y nada. Otro beso. Y nada.
“Es que
no sabés fumar, hace esto, mirá”.
Y nada.
Segunda
vuelta. A algunos las flores ya se le habían subido a la cabeza. Se reían, o
estaban, sencillamente, recostados, plácidos.
Estaba
mareada por efecto del vino, pero claramente, el porro no había hecho ningún
efecto sobre mis sentidos.
Toda la
noche viendo su cara de fumado, sus gestos lentos, su recuento de sensaciones.
Pedaleando en su doble dimensión mientras yo iba detrás, en una sola. Qué
frustración.
Con el
segundo tampoco pasó nada.
“No te
preocupes, nunca resulta la primera vez”, me consolaron todos.
Y bue…
Tendré que ponerme a practicar fumando Virginia Slims…
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