Dice
Sor Juana en una de sus famosas cartas, que los dones son a la vez castigos. En
su caso el don/castigo es escribir, escribir profanamente, escribir como una
monja mexicana del s. XVII no debía escribir. Escribir como una de las mujeres
más lúcidas de América.
Mi don
y mi castigo es más prosaico y burgués. Es haber conocido el amor y que ese
amor no haya sido correspondido más que temporariamente (¿qué amor no está
sujeto al paso del tiempo? ¿No lo dice acaso Juana de Azbaje en tantos sonetos:
“No murió sino que llegó a su justo término”?).
Cuántas
veces me consolé en sus versos, y sin embargo, mi amor no se detuvo cuando la
rueda de nuestras alegrías en común cesó.
Seguí
caminando con ese amor huérfano a cuestas, siguiéndome y malogrando cada
postrero beso, cada urgente abrazo.
Mi don,
amarte. Haber conocido la dicha plena del ser y del cuerpo. El tiempo que se
detiene, la muerte que no existe. Eso fuiste y estás siendo.
He
pensado qué hacer con esta carga mía. Aceptar este amor como un don significa hacer
algo con él, dejarlo correr hacia dónde pueda y cómo pueda. Mutarlo en otro
vínculo que no te encierre en un amor contrariado e infeliz.
Ya tuve
eso, ya sé cómo sufro cuando pienso que no soy tuya, que no sos mío. No somos
el uno para el otro y sin embargo mi amor te bendice y extrañas razones te
traen a mi puerto inseguro.
Entiendo
la finitud de las cosas, entiendo la unicidad de este mundo y no creo en otros.
Esto es
lo que el mundo ha puesto en mis manos. Una presencia que no puedo eludir, la
tuya.
Creo
que hay caminos que podemos transitar juntos, volviendo este castigo un don.
Volviendo esta orfandad una inquebrantable lealtad. Dándole un sentido justo y
amable a tantas palabras absurdas.
Aquí
voy a esperar a que vuelvas a mi puerta. Sin mentiras ni proyectos. Las manos
abiertas. Ofrenda simple. Aceptación del don.
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