viernes, 23 de julio de 2010

El rostro en el fondo de las tazas

Un día me di cuenta de que el fondo de las tazas no reflejaba mi cara. Fue de manera casual, mientras sorbía los restos de yogur de mi taza favorita. En un rapto de glotonería la empiné verticalmente, cerrando los ojos para sentir mejor las últimas gotas, y cuando los abrí, en el fondo blanco y lustroso, apareció un rostro distinto del que esperaba, no era el mío.
Primero no me asombré, dejé la taza un poco confusa y espantada, pero no volví a hacer la prueba de encontrar mi reflejo. Dejé la taza en la pileta y me fui a continuar con mis cosas. Era media mañana.
Pasé todo el día ocupada en mis asuntos cotidianos, hasta el atardecer, hora de merendar.
Decidí tomar un café negro.
Tomé una taza amarilla de la alacena, una vieja taza con el asa rota – le faltaba apenas un pedacito- pero que conservaba por cuestiones afectivas.
El café resbaló envuelto en tinieblas aromáticas en el recipiente. Lo aspiré con fruición, me recosté en mi sillón de descanso y comencé a tomar, en pequeños sorbos. Antes ya de vislumbrar el fondo amarillo, entre la negrura del café se perfilaron unos ojos grandes, de finas pestañas, visiblemente distintos a mis pequeños ojos rasgados. Pestañearon.
Separé en un gesto rápido la taza de mi rostro. Decidí que ya estaba satisfecha de café.
Otro día descubrí –tomando té frío en una taza de porcelana- una boca muy sensual, carnosa y lúbrica abrillantada por el color del té.
Dos días después –en una taza ancha, antigua, calada y con manguito artesanal- una naricita respingada al final de un café con leche…
Una mañana, los gallos me despertaron antes que el despertador. Medio dormida, arrastrando las pantuflas, abrí la puerta de la alacena y no encontré más que latas de conserva, platos, viejas jarras de terracota… pero ni una taza. Miré hacia la pileta. Había más de media docena de tazas sucias.
Desde ese día, sólo tomo mate.

No hay comentarios:

Publicar un comentario