jueves, 11 de agosto de 2011

Querido lector

La vi desde la calle. Estaba sentada en un bar. El pelo descuidadamente recogido en una cola de caballo. Un mechón le cruzaba la cara. No me impedía, sin embargo, verle la expresión concentrada. Escribía algo mientras comía un tostado. Era observada por varias personas sentadas en otras mesas, y lo sabía; ese pequeño ademán de acomodarse el pelo detrás de la oreja, y el vaivén de su aro.
Afuera había sol, pero hacía mucho frío. Quise, entonces, engrosar el número de parroquianos que la observaban. Y entré. Me senté en diagonal, no muy lejos, de cara a su mesa. Ella no registró el abrir de la puerta. Escribía despacio; de lejos, su trazo parecían ondas. Yo ya estaba fascinado, pero me dominaba bastante.
Vi que los demás se aburrieron del espectáculo de la mujer escritora, volvieron a su café, o pagaron y se marcharon. Decidí acercarme.
Permanecí de pie en el flanco de la mesa y esperé un momento que terminara de escribir. Pero hice sombra con mi cuerpo sobre su cuaderno cuadriculado, y levantó la vista.
- Ya ordené – me dijo. Creyó que era el mozo.
Me sonreí.
- No, disculpe, me confunde. Acabo de entrar. ¿Puedo? – le pregunté, haciendo el ademán de sentarme en una silla frente a ella.
- Como quiera. Pero vea que estoy trabajando.
- No la voy a interrumpir.
Me senté. Ella escribió un poco más. La observaba, después comencé a mirar hacia la calle.
Suspiró. Y abandonó la lapicera.
- Bueno, ya me interrumpió, no creo que vuelva a concentrarme – dijo mirándome. No sé si era un reproche.
- No es un reproche – me consoló – si quisiera soledad, me quedaría en mi casa.
Llamé al mozo, le pedí un café para mí; ella pidió un helado.
- ¿Qué escribías? – le pregunté desvergonzadamente.
- ¿Te interesa?
- Sí.
Se rió. Tenía la risa grave, como si estuviera viniendo del pasado, y a través de un cable engomado. Tomó un bolso que tenía sobre la silla, a su lado. La abrió y sacó de él uno, dos, tres, siete ejemplares. Todos iguales. Tomó uno con las dos manos, mostrándome la portada: un nombre de mujer y debajo, un título.
- ¿Quiere que se lo dedique? – no esperó mi respuesta - Dígame su nombre.
Se lo dije.
- No saqué muchos ejemplares. Pero sacando los que compraron familiares y
amigos, no vendí ni uno. Los compré todos yo y los llevo siempre en el auto. Tome – me dijo, alcanzándome el libro.
- Gracias, muy amable.
- Es una tarjeta de presentación que casi me funde…
- Pero está escribiendo otro libro…
- Sí, soy obstinada, no aprendo de mis errores. Sigo escribiendo incluso sobre el
mismo tema que antes no funcionó.
- Como todos los escritores.
- Y también tengo un gato que duerme sobre mis libros.
Nos quedamos callados. Comencé a abrir el libro. Aún no había leído la dedicatoria.
- No – me frenó – léala después, en su casa.
Cerré el libro y lo dejé a un lado, sobre la mesa. Miramos al unísono hacia fuera. Ella empezó a guardar sus cosas.
- Y si me gusta el libro, ¿no podré recomendar a nadie que lo compre? – le
pregunté, queriendo extender la charla y evitar que se fuera tan pronto.
- No creo que le guste – dijo terminante.
No objeté nada.
- Al menos podría hacerle una crítica, ¿tiene alguna dirección de correo electrónico?
- ¿Ah, crítico…? – deslizó aquella palabra con cierta irritación.
- No, sólo me interesé por usted, por su escritura.
- ¿Por mí o por mi escritura? – me preguntó, mientras anotaba su correo electrónico en una servilleta. – Igual, es más fácil que me vuelva a encontrar acá mismo, sentada. No suelo usar la pc.
Tomé la servilleta. La guardé en mi billetera. No sabía como responder a la disyuntiva que me planteó.
- No suelo venir por esta zona. No creo que vuelva a este bar.
- Qué lástima, yo nunca voy a otro bar, no salgo de esta zona. Pero si lo que le interesa es mi escritura, eso no tiene importancia.
Me quedé mirándola.
El mozo trajo su helado en una copita muy graciosa, tenía dos obleas incrustadas. Sacó una y me la ofreció:
- Para acompañar su café – dijo.
Lo acepté. Ella tomó la otra oblea y comenzó a usarla como cucharita.
Tomé mi café bastante más rápido que lo que ella tomaba su helado.
Me moría de ganas de… leerla. No podía seguir allí, hablándole, sin antes hojear el libro que me había regalado. Pensé en ir al baño. Me pareció una treta burda, un sacrilegio.
- Bueno, me voy – dijo, súbitamente.
- ¿Se va?
- Sí, ¿no escuchó? Así puede comenzar a leer mi libro.
De alguna forma, eso era lo que estaba esperando, pero… no quería que ella se fuera.
Sin embargo, tomó su bolso y se marchó.
La vi cruzar la calle. La miré hasta que se perdió. Yo me quedé allí, mirando distraídamente la mesa. El plato donde estaba su tostado, lleno de miguitas, la copita de helado sin terminar, ya medio derretido, un vaso de agua, la tacita de mi café con esa espumita pegada a la loza… y ¿mi libro? O sea ¿su libro?
No estaba. Se lo había llevado.
Me fui sin pagar. Dejé la servilleta con su nombre y su correo sobre el plato con miguitas.

3 comentarios:

  1. Tenés una escritura tan "Sur" (no es la primera vez que te lo comento) un "Sur" en el que durarías tan poco por...motivos obvios. Seguiré pensando como todas las veces que me invitas a leerte...

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  2. MUY BUEN RELATO. ME LLEGUE DESDE UN BLOG EN COMUN.

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